JOHN SHEA, todo un maestro de la narración de historias, cuenta el simpático relato de un hombre que está descontento con su familia. Se queja de que su esposa y sus hijos lo tratan mal.
Entonces le pide a Dios que le solucione su problema.
En un sueño se le informa que hay una alternativa: el hombre debe hacer un largo viaje, al final del cual conocerá a su nueva familia.
Una nueva familia
Al ser informado en un sueño que debía realizar un viaje para conocer a su nueva familia, el hombre emprende el recorrido. Sin embargo, la noche lo sorprende en el camino y se ve obligado a dormir en el bosque. Para saber qué rumbo tomar cuando despierte en la mañana, decide colocar sus zapatos apuntando en la dirección que él considera correcta. Pero mientras duerme ocurre algo inesperado: un ángel cambia la dirección en la que apuntan los zapatos. Cuando despierta, sin saberlo emprende el camino de regreso a su propio hogar.
Al aproximarse a su casa la sorpresa es grande cuando observa el gran parecido de esta “nueva” familia con su anterior.
La esposa se parece a su antigua esposa; también los niños, la casa y hasta los vecinos se parecen a todo lo que dejó atrás. Entonces razona que Dios arregló las cosas de esa manera para que el cambio no fuera tan drástico.
Complacido por ese arreglo, su corazón ahora rebosa de felicidad. La alegría que experimenta alcanza a quienes lo rodean. Pensando que se trata de un nuevo comienzo, brinda amor y a cambio recibe mucho amor. Y mientras esto ocurre, no cesa de decir para sus adentros: “¡Qué cariñosa es esta nueva esposa!” “¡Qué obedientes son estos niños!” “¡Hasta los vecinos son amables!”.
¿Tenía este hombre que viajar tan lejos para encontrar amor y respeto? Realmente, no. A decir verdad, tampoco tenía que cambiar de familia. Si alguien debía cambiar ese era él mismo. Pero no lo había hecho por la sencilla razón que ¡había encontrado alguien a quien culpar!
La mayor de todas las libertades
Este capítulo retoma una idea que discutíamos en una sección previa: Mi matrimonio será tan feliz o tan miserable como yo quiera que sea. No puedo responder por la conducta de mi cónyuge, pero puedo responder por la mía. No puedo cambiar a mi cónyuge, pero yo puedo cambiar. Puedo espaciarme en sus defectos, pero puedo decidir ver más bien sus virtudes. Dicho de otra manera: No son las circunstancias las que deciden la calidad de mi matrimonio, sino la actitud que yo asuma al enfrentarlas.
Y esto es válido para cualquier situación de la vida. ¿Qué fue lo que permitió a Víctor Frankl sobrevivir a los horrores de los campos de concentración nazis? “Lo único que no puedes arrebatarme”, escribió Frankl, “es la manera como yo decida responder a lo que tú me hagas. La mayor de todas mis libertades consiste en que puedo escoger la actitud que debo asumir ante cualquier circunstancia”.
¿Cómo se aplican estas palabras al manejo de los conflictos matrimoniales y, en general, a todo lo que afecta la felicidad conyugal? La respuesta tiene mucho que ver con ese círculo vicioso en el cual, según mencionamos en el capítulo anterior, Greg y su esposa Erin se encontraban sin saberlo.
Dijimos entonces que cada uno veía al otro como el problema y, a la vez, como la solución a sus conflictos. El caso es que en un círculo similar se encuentran muchas parejas hoy. “Si Luis no fuera tan egoísta”, piensa Carmen. “Si Carmen no fuera tan exigente”, razona Luis. La implicación aquí es doble. En opinión de Carmen, el egoísmo de Luis es la causa de sus problemas de pareja; y, el cambio de su actitud, la solución.
Pero para Luis, Carmen es el problema, y también la solución. Esto es un círculo vicioso enfermizo que no se romperá a menos que estos esposos cambien radicalmente de actitud. ¿Qué pueden hacer ellos? Aplicar los principios básicos de las relaciones interpersonales que mencionamos en el capítulo anterior. Veamos.
Deje de culpar a su cónyuge
Para romper el círculo vicioso de la dependencia lo primero que cada cónyuge debe hacer es dejar de culpar al otro por todos los males de su matrimonio. Planteemos el asunto de esta manera: ¿Cuántos sospechosos hay en sus conflictos matrimoniales? Hay dos, y solo dos: usted y su pareja.
Y ahora, con toda sinceridad, responda: En su opinión, ¿quién es el culpable de la mayoría de sus conflictos? En su opinión, muy probablemente, no es usted.
¿Cómo funciona esta psicología cuando intentamos explicar los conflictos conyugales?
Muy sencillo: la explicación variará dependiendo del “sospechoso” que esté siendo juzgado. Si soy yo, buscaré la causa, fuera de mi persona (“Tú me provocaste”. “La presión del trabajo me tiene muy tenso últimamente”...). Por el contrario, si se trata de la conducta de mi cónyuge, buscaré las causas del problema dentro de él o ella (“Lo que pasa es que tú eres muy sensible a las críticas”, “Solo piensas en ti”...)
¿La solución? Nada fácil. Aquí estamos hablando de un cambio de actitud que comienza cuando, al intentar explicar los conflictos conyugales, dejo de mirar a mi pareja como la causa del problema; cuando abandono mis intentos de cambiarla; y, sobre todo, cuando “educo mis sentidos” para verla como una buena persona que, a veces, se equivoca.
En este punto, ¡atención!, nos topamos con otra diferencia básica entre las parejas felices y las infelices. En el caso de las parejas felices, marido y mujer discuten bajo la premisa de que el otro es una buena persona que, ocasionalmente, hace algo malo. Las infelices, por el contrario, discuten bajo la premisa de que el otro es una mala persona que, ocasionalmente, hace algo bueno.5 ¡Vaya diferencia! Cuando una pareja pelea bajo la premisa de que ambos son buenas personas que de vez en cuando hacen cosas malas, hay esperanza.
Si la premisa es la opuesta, ¡sálvese quien pueda!
La teoría de la atribución
La tendencia a culpar a los demás, tan común en todo ser humano, la explica la teoría de la atribución. Según Fritz Heider, el padre de esta teoría, cada ser humano trata de explicar cuanto ocurre a su alrededor, especialmente la conducta de los demás, por medio de la “psicología del sentido común”. Por medio de ella atribuimos causas a eventos; es decir, preguntamos ¿cuáles son los factores que producen determinados resultados? En lenguaje sencillo, esto no es otra cosa que nuestra capacidad de inferir; es decir, de ir más allá de lo que perciben nuestros sentidos.
“He aquí el principal sospechoso”, escriben Carol Tavriz y Elliot Aronson, “en la muerte de muchos matrimonios”. Se refieren a la inveterada costumbre de justificar nuestros errores. En opinión de estos psicólogos, este asesino de matrimonios usualmente se presenta en dos versiones.
• Una dice: “Yo estoy en lo correcto y tú no”.
• La otra: “Aunque yo no tenga la razón, el caso es que soy así”.
En cualquiera de sus dos versiones, lo que se pone de manifiesto cada vez que intento justificar mis errores es la protección al yo; es decir, la defensa de los atributos que valoro en mí como persona. Cuando asumo esta actitud lo que, en última instancia, estoy haciendo es proteger, no mi conducta, sino mi persona. Por esto, escribe Aronson, más que seres racionales, somos racionalizadores, porque nuestra motivación mayor no es estar en lo correcto, sino creer que lo estamos
Pero esta actitud en nada ayuda en la solución de los problemas de pareja, porque al asumir valerosamente mi defensa, en el fondo lo que estoy haciendo es desplazar la responsabilidad, o la culpa, hacia mi cónyuge. ¿Podemos imaginar lo que ocurre en un matrimonio cuando ningún cónyuge acepta haberse equivocado? ¿Por cuánto tiempo podrán mantener esa actitud de “yo no fui”?
Pero esto no es todo. Según Tavriz y Aronson, en mis esfuerzos por justificarme, sin darme cuenta, comenzaré a buscar evidencias adicionales que confirmen lo que ya creo (o sea, que yo no soy el problema). En el proceso, minimizaré las cosas buenas que el otro hace y maximizaré las malas. Al final, terminaré consiguiendo lo que estoy buscando: que de los dos “sospechosos”, el culpable es mi cónyuge, no yo.
Note el lector que esta actitud es totalmente contraria a la que caracteriza a los noviazgos y los primeros años de matrimonio. Entonces solo hay ojos para ver lo bueno. Sin percatarnos, buscamos evidencias de cualidades en la pareja. ¡Y cuán fácil resulta encontrarlas! Pero ahora la actitud es la de ver lo malo. ¡Qué ironía! Con razón dice la Escritura que “el que busca encuentra” (San Mateo 7: 8).
Y aun hay otra consecuencia negativa de esta actitud. Resulta que cuando yo “educo” mis sentidos para ver solo el lado malo de mi cónyuge, también estoy equipándome para recordar solo lo malo. Cuando piso este terreno, estoy entrando en arena movediza. Los resultados serán desastrosos para la relación, tal como veremos en el siguiente capítulo.
Entonces, ¿quién se enoja? ¿Y quién es responsable de ese enojo? Si usted es de los que está acostumbrado a decir al cónyuge frases tales como: “¡Tú me haces enojar!”, “¡por culpa tuya perdí los estribos!”, “si tú no hubieras dicho...”, “si tú no...”, y otras similares, pues simplemente asuma la responsabilidad por sus reacciones. La razón es muy sencilla: Usted no está a merced de ningún otro ser humano. No tiene que permitir que otros decidan cómo va a reaccionar. Si ante la provocación, o la ofensa, responde con violencia, o con ira, usted es el responsable de esa respuesta.
No está bien que alguien lo ofenda, claro está. Pero el punto en cuestión es que usted no puede controlar la conducta de los demás. Solo puedo controlar la suya. Y si en el matrimonio cada uno controla, no solo sus acciones, sino también sus reacciones, seguramente habrá menos roces y desacuerdos.
Soy yo quien se enoja
Otro principio de relaciones interpersonales que puede ser útil al manejar los desacuerdos conyugales es que cada ser humano es responsable, no solamente de sus acciones, sino también de sus reacciones. Si yo me molesto con mi cónyuge, ¿quién es responsable por mi reacción? David Augsburger responde en estos términos: “Ninguna persona hace enojar a otra. Si me enojo contigo, yo soy el responsable de esa reacción. […]. Tú no me haces enojar.
Soy yo quien se enoja contigo. El enojo no es la única posible opción que tengo a mi alcance. No hay situación en la cual el enojo sea la única respuesta posible”.
Un vendedor maleducado
La afirmación de que somos responsables por nuestras respuestas la ilustra de manera muy simpática la anécdota que John Powell cuenta de Sidney Harris. Un día Harris acompañó a un amigo a un puesto de venta de periódicos. Observó cómo su amigo saludó cortésmente al vendedor y también cómo este respondió rudamente al saludo. Luego notó la manera brusca como el vendedor entregó el periódico y, sorpresivamente, la forma amable como su amigo se despidió, deseando un buen día al vendedor. No pudiendo ocultar su asombro, preguntó al amigo:
— ¿Te trata siempre tan mal?
— Sí, lamentablemente siempre lo hace — replicó el amigo.
— ¿Y tú siempre eres tan amable con él? —preguntó Harris.
— Sí, lo soy.
— ¿Y por qué eres tan amable si él es tan maleducado contigo?
— Porque no quiero que sea él quien decida cómo debo actuar yo.
Abandone los intentos por
cambiar a su cónyuge
En su libro Reconcilable Differences (Diferencias reconciliables), Andrew Christensen y Neil Jacobson explican en forma muy acertada la dinámica de la mayoría de los conflictos conyugales. Según estos autores, el dilema subyacente que enfrenta cada cónyuge es este: “¿Insisto en cambiar a mi pareja o la acepto tal como es?”
Por supuesto, la primera inclinación es que el otro cambie, pero no hace falta estar casado durante mucho tiempo para uno darse cuenta que esta estrategia tiene efectos contraproducentes: mientras más uno insiste en cambiar
al otro, menos lo logra. Por otra parte, al aceptarlo, con sus virtudes y defectos, el cónyuge muy probablemente cambiará espontáneamente. ¿Cómo explicar esta aparente contradicción? Christensen y Jacobson la explican alegando que el cambio es hermano de la aceptación, pero es un hermano menor. Cuando aceptas a tu cónyuge tal como es, estás preparando el camino para que cambie: “Al experimentar cada vez mayor aceptación uno del otro, la resistencia al cambio se disuelve por sí sola. Ahora cada uno estará más dispuesto a adaptarse al cónyuge, con lo cual se reducirá la posibilidad de conflictos”.
Aquí de nuevo estamos hablando de un cambio de actitud. Cuando me siento aceptado, el mensaje que recibo de mi pareja es inconfundible: aunque no está de acuerdo con algunas de mis acciones, valora lo que soy como persona. Y si alguien me ama, a pesar de mis episodios desagradables de conducta, esto significa que no está poniendo condiciones para amarme; lo cual, a su vez, me predispone para evitar precisamente lo que a ella le desagrada de mi conducta.
Un ejemplo puede ayudar. ¿Qué conductas de su cónyuge le molestan? “Me molesta que tome decisiones que afectan al hogar sin consultarme”, “que gaste dinero en trivialidades”, “que sea poco cariñoso(a)”... ¿Y qué conductas le agradan? “Me agrada que con frecuencia me diga cuánto me ama”, “que me tome en cuenta al decidir cuestiones de interés para la familia”...
Las semillas del conflicto se siembran cuando un cónyuge hace cualquiera de esas cosas que molestan, o deja de hacer las que agradan. Por supuesto, también funciona en el otro sentido, cuando usted es el agente y él o ella el recipiente. Pero aquí entra en juego la relación cambio-aceptación. Para que las semillas del conflicto desaparezcan, debe producirse una de dos actitudes: cambio o aceptación. El cambio (cuando el agente deja de hacer lo indeseable o hace lo deseable) puede poner fin al conflicto.
Pero la aceptación (el recipiente muestra mayor grado de comprensión hacia las fallas de su pareja) también puede poner fin al conflicto. ¿Cuál es la mejor salida? Una opción es que mi cónyuge cambie. Otra, mejor, que yo la acepte, con sus defectos. Pero la mejor es una tercera opción: una combinación de cambio y aceptación. Amo a mi pareja sin exigirle que primero debe cambiar. Mi pareja, por su parte, al sentirse aceptada y valorada como persona, por su propia voluntad evita hacer las cosas que me desagradan y trata de hacer las que me agradan. Ambos damos y ambos recibimos.
Esto es lo que John Gottman llama un matrimonio emocionalmente inteligente. Atrás quedan los intentos contraproducentes por cambiar al otro. Ahora se respira un ambiente saturado de aceptación mutua. Los conflictos no desaparecen, es verdad, pero los enfrentan con una gran ventaja: cada uno sabe que es valorado por su cónyuge. Han aprendido a aceptarse uno al otro, tal como son, con sus fortalezas y debilidades “como partes divertidas del paquete completo de la personalidad y el carácter de esa persona [...]. Sea cual fuere el tema sobre el cual discuten, ambos reciben el mensaje de que son amados y aceptados, con defectos incluidos”.
Alguien debe cambiar: ¡Yo!
¿Ha escuchado antes estas palabras: “Si este matrimonio va a funcionar alguien debe cambiar”? Gran verdad. ¿Pero quién es ese alguien que debe cambiar? El siguiente relato nos da la respuesta.
¡Me quiero divorciar!
Una mujer está harta de su marido y va al despacho de un abogado para decirle que se quiere divorciar.
—No solo me quiero divorciar. También quiero hacerle tanto daño como sea posible.
—Así que quiere herir a su esposo antes de divorciarse —responde el abogado—. Muy bien. Esto es lo que hará:
Vaya a casa y actúe como si lo ama de verdad. Alabe sus cualidades. Sea cariñosa con él. Trate de complacerlo en todo lo que a él le gusta. Luego de hacerle creer que lo ama, ¡boom! Explote la bomba. Le dice que se quiere divorciar. ¿Qué le parece el plan?
Con los ojos brillando de alegría y admiración, ella exclamó:
— ¡Maravilloso! ¡Mejor no puede ser! Casi incapaz de contener la emoción, la mujer salió del despacho del abogado, lista para llevar a cabo su macabro plan. Durante varias semanas, brindó a su esposo todo su amor y comprensión.
Dejo de hacer lo que a él molestaba y comenzó a hacer las cosas que a él le gustaban. Bien podía decirse que era una mujer transformada.
Pasaron dos meses y el abogado, al ver que la señora no daba señales de vida, la llamó por teléfono.
—Señora, ¿todavía quiere divorciarse?
— ¿Divorciarme yo? ¡Cómo se le ocurre! ¡A este hombre no lo cambio por nada del mundo!
¿Quiere que su matrimonio mejore? ¿Quiere dejar de beber aguas amargas y comenzar a disfrutar de las refrescantes aguas de una relación sólida y profunda? Pues alguien debe cambiar.
En su matrimonio ese alguien es usted.
En el mío, soy yo. Pruebe y verá.
¿Quiere que su matrimonio mejore?
• Deje de culpar a su cónyuge por lo malo que sucede en su matrimonio.
• Deje de justificar sus errores.
• Basta de responsabilizar a su cónyuge por sus enojos.
• Abandone los intentos por cambiar a su cónyuge.
• Acepte a su pareja tal como es.
• Y sobre todo, ¡cambie usted!
“¿Por qué debo ser yo quien cambie? ¿No somos dos, acaso?”, preguntará alguien. Cierto, pero uno de los dos debe comenzar.
Los resultados no se harán esperar. Cuando doy, recibo. Y mientras más doy, más recibo. Ya lo dice la Escritura: “Es más bienaventurado dar que recibir” (Hechos 20: 35).
“¿Y cómo puedo cambiar?”, preguntará el lector. Muy bien.
¿Quiere ser más atento con su cónyuge? ¿Más cariñosa? ¿Más comprensivo? ¿Menos criticona? ¿Menos indiferente? La mejor estrategia para lograr un cambio significativo de conducta consiste en comenzar a practicar precisamente eso que quiere llegar a ser.
Uno de los hallazgos mejor documentados en el campo de la psicología es que, no solo mis actitudes afectan mi conducta, sino que mi conducta también afecta mis actitudes.
Lo que pienso afecta lo que hago, y lo que hago afecta lo que pienso, y lo que siento.
¿Por dónde comenzar?
En su libro Principios y valores para la familia de éxito, Ellen G. White, recomienda una “receta” con tres ingredientes:
“Ame cada uno a su cónyuge antes de exigir que el otro lo quiera. Cultive lo más noble que haya en sí y manifiéstese dispuesto a reconocer las buenas cualidades del otro.
El saberse apreciado es un admirable estímulo y motivo de afianzamiento de la autoestima [...]. Son las pequeñas atenciones, los numerosos incidentes cotidianos y las sencillas cortesías, las que constituyen la suma de la felicidad en la vida”.
Así, pues, comience ¡ahora mismo! Sea cariñoso. Deje a un lado la crítica. Pase más tiempo con su pareja. Su cónyuge lo va a disfrutar desde el primer momento, y su respuesta positiva no se hará esperar. En cuanto a usted, puede que no lo disfrute al principio.
Pero hágalo. No se preocupe si no siente deseos. Como en el caso de la mujer de la historia, que quería divorciarse, hágalo aunque no lo sienta. Lo importante es comenzar.
El problema de fondo: Aceptación
En opinión de Howard Markman, Scott Stanley y Susan Blumberg, el problema fundamental que enfrentan las parejas es si serán capaces de aceptarse tal como son.
“A veces”, escriben, “este deseo se manifiesta como el temor al rechazo, pero en el fondo el punto central es el mismo: en lo más profundo de su ser, cada persona quiere ser aceptada, no rechazada. Este hecho refleja la gran necesidad que todos tenemos de ser respetados, de sentirnos seguros y aceptados por nuestro cónyuge”. y seguir, y seguir.
“Actúa como si alguien te gusta”, escribe David Myers, “y pronto te gustará”. Los resultados no se harán esperar. En menos tiempo del que imagina, en su matrimonio ya no habrá sospechosos, y, por supuesto, ¡ningún culpable!
















